
El pasado 28 de abril se celebraron elecciones a la Cámara de los Comunes (Parlamento) en el Canadá, alzándose con el triunfo – contra todo pronóstico – el Partido Liberal, del actual primer ministro, el economista, Mark Carney.
La referencia a los pronósticos más amplios, difundidos por las principales agencias especializadas (Canadian Polling.ca), calculaban que los Liberales serían derrotados por sus principales opositores, del Partido Conservador, de Pierre Polievre, por un margen de al menos 26 puntos.
Lo anterior, como consecuencia directa del amplio desgaste de dicha plataforma política venía resintiendo, por múltiples razones, la cual había venido gobernando Canadá desde el 2015, con Justin Trudeau, a la cabeza en la figura de primer ministro.
De conformidad con el cómputo final, el partido Liberal obtuvo (al cierre del conteo oficial con 99.93% de los resultados) con el 43.7% de los votos, 169 de los 343 escaños de que dispone el máximo órgano de gobierno. Por lo que respecta al principal partido de oposición, el Conservador, con el 41.3% de los votos, alcanzó 144 escaños.
Por lo que respecta a los otros tres partidos minoritarios, el Bloque Quebecois, con el 6.3% de los votos, 22 escaños; Nuevos Demócratas, con el 1.3% de los votos, 7 escaños; y el Partido de los Verdes, 1 escaño.
Como se enunció al comienzo del presente artículo, el Partido Liberal no disponía de un margen que posibilitara que se alzara con el triunfo electoral – tal cual sucedió – por múltiples razones, entre las cuales se destaca el caso de la renuncia (16 de diciembre) de la viceprimera ministra y ministra de finanzas, Chrystia Freeland (considerada una de sus principales aliadas políticas).
A lo anterior, las fuertes presiones, tanto a lo interno de su propia formación política, como de parte del principal partido de oposición, cuyo líder (Pierre Polievre) había anunciado que solicitaría a la Cámara de los Comunes, integrar una “Moción de Suspensión”, así como la convocatoria para adelantar elecciones parlamentarias.
Con tales antecedentes, el factor Donald Trump, presidente de los Estados Unidos, quien había venido afirmando – un día sí, y otro también – que intentaría convertir a Canadá en el quincuagésimo primer estado de la Unión, fue determinante.
Además, la agresiva implementación de medidas coercitivas, tales como la aplicación de un arbitrario régimen de imposición de aranceles, mismo que vislumbró la afectación no solo de la estabilidad económica de uno de sus más cercanos aliados y socio comercial, sino que, redundaría en la práctica cancelación del Tratado de Libre Comercio entre México-Canadá y los Estados Unidos (TMEC), en vigor desde más de treinta años.
En su diatriba xenófoba, el presidente Trump, no sólo ofendió al gobierno canadiense – lo hizo, a su vez, contra el de México – acusándolo de ser cómplice de la anarquía prevaleciente en la frontera en común, en el medio de la cual se desarrollaba el mayor tráfico de estupefacientes, especialmente el fentanilo, y un descontrol en el tráfico de ingresos de extranjeros indeseados a territorio estadounidense.
Los electores canadienses razonaron conscientemente sobre el inminente peligro al que se enfrentaban, y lo hicieron – digo yo – de forma positiva, otorgando un mandato a un candidato que, a pesar de ser un tanto cuanto, desconocido a nivel nacional, a través de sus diversos pronunciamientos, fue capaz de transmitir un sentimiento de seguridad, principalmente, en lo que se refiere a sus alocuciones con respecto al actual PROTUS, sobre el cual, afirmó que Canadá nunca se doblegaría, ni entregaría su soberanía a ningún país extranjero.
Por todo lo anterior, desde mi particular punto de vista, el marcador final quedó: Canadá 1, Estados Unidos 0.